Morir es solo un síntoma de vida

No solo se necesita dejar de respirar para saber que ya no estás. Esta es la crónica de Gladis Orozco, una víctima del conflicto armado en Colombia que sufrió la violencia de un amor que nunca correspondió. 

Por: María Salcedo y Jeimmy Olivar – Periodistas Artículo20Lab

Le tomó un par de segundos arreglarse, al enterarse que debía ponerse frente a una cámara para contar su historia, ella se aplicó un poco de lápiz labial, polvos sobre su rostro, y dejó su cabello alborotado, tal cual, siendo este el que complementa su verdadera belleza, esa que con tan solo mirarla a los ojos descifra el alma de una mujer viuda que sobrevivió al martirio y al dolor de la pena que deja la muerte; aquel último aliento que en el momento menos pensado la deja a los 81 años, destinada a seguir viviendo con nueve hijos, pero sin el amor de su vida.

Luego de maquillar su badana se sentó con un tinto en la mano, su postura recta, y al cantar del sol, en medio de tanto ruido, su silencio proclamaba sermones que ni siquiera siendo lunes de Semana Santa Dios se apiadaría. Era como ver un alma en vida combatir con la soledad y contra el tiempo, una secuencia que entre más avanza lo único que queda son recuerdos que ya no caminan al olvido que seremos, sino a la historia que vale la pena ser contada.

Un suceso que relata en medio del dolor, el calor de una tarde bochornosa, y las crudas sombras que deja la guerra. Un conflicto en el que su vivir fue decisión de otros. Mientras Gladis sacaba sus palabras a relucir, su cuerpo se descompensaba y sus manos no dejaban de permanecer juntas, era verla en el lugar de los hechos como si las décadas se hubiesen esfumado y su realidad ahora fuese su pasado.

Un ayer en el que el siglo cambia y remplaza las melodías de amor, por balazos que sí van directos al corazón; por un clima donde la lluvia no son partículas liquidas de agua, sino la fusión de dos océanos que derraman sangre al borde de una franja amarilla que aún no se sabe dónde está. Es ese momento en el que ni un milgrano la ha de salvar, un pasado que ha tenido que lidiar con guerrilleros, violencia, armas como utensilios del día a día, y un amor odio por todo lo que genera paz.

Me miraba en ocasiones fijamente cuando ella misma sabía que el relato que contaba le hacía falta un poco de consolación, un abrazo o quizás un minuto de silencio para presenciar a los que ya no están, pero que quisieron permanecer. Una historia que en medio de suspiros sacaba a la luz como el mismísimo Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda Vélez, o Tirofijo, el máximo comandante de las FARC, el terrorista y homicida llegaba a su casa desafiando la muerte con el amor.

Marulanda entraba con sus botas de caucho embarradas a su casa, dando zancadas largas y fuertes, pidiendo limonada para él y para los otros guerrilleros que lo acompañaban luego de cualquier catástrofe, que ni ella ni usted lo podría imaginar. Ella se sacrificaba en la cocina para servirles como si realmente valiera la pena atenderlos de buena manera, sabiendo que lo único que en ese momento la hacía una buena persona, era que su vida dependía de un fusil que cargaba el comandante de las FARC, el padre de la defensa campesina primero y luego de la violencia comunista, además de la eterna declaración que este le recitaba todos los días al pasar por su rancho, el subversivo que tenía 150 órdenes de captura a nivel nacional y 21 a nivel internacional.

Un amor que Gladis nunca quiso y nunca se comprometió por más de que Tirofijo le pidiese ser su esposa; la primera decisión que a sus tan solo dieciséis años supo tomar, cuando ni siquiera su voz contaba. Siendo las dos de la tarde mientras recorría la entrevista, ella seguía mencionando aquel suceso que después de tanto tiempo recuerda con tanta frescura y plenitud, que en medio de un conflicto supo a quién odiar y a quien amar.

El señor Rogelio Orozco que “En paz descanse” como ella menciona, era su primer y su último pensamiento. Estuvo junto a él 60 años de matrimonio y construyó un hogar a la mitad de una pelea entre liberales y conservadores; una guerra que por crueldad y venganza de amor, acabó con la vida de su cuñado Gustavo, a quien Tirofijo, el comandante de las autodefensas campesinas y guerrillero, asesinó por desquite al no obtener su cariño.

Después de lo sucedido, estando en ese entonces con su esposo Rogelio, vio cómo su pueblo llamado Gaitania, en honor al líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, no tenía apuros para dejar ir las armas, es más, se quedaban hasta dejar escombros de sangre. Eran otras zozobras provocadas por los Pájaros de Santa María, un grupo armado ilegal que también arrasaban con todo, llevando a muchos directo al cementerio, y al mismo tiempo al purgatorio donde los pecados se desvanecen para ir al reino de los cielos o todo lo contrario, en realidad era como cuenta la leyenda: directo al suelo de las tinieblas.

Una tragedia que se vivió en varios pueblos y corregimientos del país, una realidad que no era para nadie pero que la hicieron para todos, de ir a dormir con un beso en la frente de una bala; de pasar de la mano que lleva a los hijos a la escuela, al dedo que toma el gatillo de los fusiles AK-47; de olvidar el cultivo del café para sembrar campos minados y que en vez de replicar la palabra ¡te amo! toque recitar ¡dale señor el descanso eterno y brille para él la luz perpetua!

Al terminar su tinto, y cruzar las últimas palabras de nuestra charla con tono de preguntas, noté su ardiente dolor, la falta que le hace su difunto marido, y las lágrimas que derrama en silencio, en el más allá de su ser y donde ella no quiere estar. Su infinita grandeza de amar es notable, en su mirada limpia solo quiere salir corriendo y ver al amor de su vida y al amor de su muerte. Él, el finado Rogelio es su paz, es su tranquilidad. Ya no hay quien resucite al tercer día y menos un domingo. Una muerte en vida, que no espera decir adiós, sino para sentir que morir es un síntoma de vida.

 

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