Tres gerrilleros en Tembladores
Cuando a la muchacha le llegó el turno de avanzar por esas escaleras, sentía que su corazón se iba a estallar de latir tan vertiginosamente, la taquicardia era incontrolable.
Por: Carolina Mejía Díaz
Podía verse el majestuoso sol escondiéndose en la extensa sabana y nítidamente los colores en el cielo. Era una experiencia alucinante, la transportaba a un mundo en armonía y paz. El calor, como siempre, era sofocante. Ella podía sentir gotas de sudor deslizarse por su cuero cabelludo, pasar por su cuello y llegar a su espalda, donde incómodamente la camisa se le pegaba a la piel. A esa hora le dolían mucho los pies. Las botas dieléctricas con punta de acero le pesaban como si fueran grilletes medievales.
De regreso a casa viajaría, junto con sus acompañantes, en un bus de aproximadamente cuarenta puestos, más el conductor. Todos los pasajeros eran hombres, excepto una camarera del hotel del campo petrolero y ella. Cuando el conductor encendía el aire acondicionado, el sudor de los trabajadores a bordo producía un nauseabundo olor a óxido, al que se acostumbraban todos los pasajeros con el pasar de los minutos.
Iniciaron el recorrido. Un bus tras otro, en caravana, como lo exigía el Ejército Nacional por protocolos de seguridad. Serían dos horas y media de recorrido para llegar a sus hogares en Arauca. A su lado, un compañero de viaje, notablemente cansado, había caído en un sueño profundo, como muerto. Ella llevaba los audífonos en sus oídos, iba entre dormida y despierta, tarareando mentalmente canciones que escuchaba desde el celular. Finalmente sucumbió a Morfeo y cayó profunda.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se había dormido, cuando su compañero de asiento golpeó sus costillas derechas despertándola inmediatamente. Percibió que todos los pasajeros voltearon su mirada hacía las ventanas del lado derecho del bus. Ella se asomó, entre curiosa y sobresaltada, alcanzaba a ver a un hombre joven que aparentaba no tener más de 25 años, vestía de camuflado y portaba un fusil.
Inmediatamente los pasajeros tuvieron que bajar del bus. Para sorpresa de todos, no era solo un hombre sino tres, también armados. En sus camuflados tenían un escudo con las letras “ELN”. Preguntaron quiénes eran ingenieros o jefes, y exigieron les entregáramos los radios de comunicación y los celulares. Sus manos sudaban, su corazón palpitaba rápidamente, la respiración se aceleraba, sentía náuseas, mareo y un fuerte dolor de cabeza. Por su mente pasaban las noticias de masacres, homicidios, secuestros masivos y extorsiones que a manos del accionar guerrillero habían tenido que soportar los araucanos durante años. Ambos presintieron los mismo sin saberlo, que harían parte de una emisión más de un noticiero nacional.
A Álvaro, uno de los trabajadores contratistas, y a todos les exigieron que debían entregar los radios de comunicación, pero la joven logró conservar su celular. Los tres hombres ubicaron un camión modelo NPR (de esos que están conformados por un cabezote y un planchón que se desempeña como furgón) en medio de la carretera y les pidieron que subiéramos. Todo lo que sucedía era confuso. Las pocas mujeres que iban en la caravana lloraban. La mayoría de los compañeros, pálidos y nerviosos, y otros resignados, se limitaban a caminar hacia el camión.
En medio de ese momento, en el que muy seguramente a todos se les pasaba por la cabeza su familia o tal vez el horror al que se enfrentarían, Álvaro pensaba en que Arauca hace más de tres décadas ha sido azotada por la violencia. Los grupos armados ilegales que se han mantenido en el departamento se financian con la extorsión, especialmente dirigida a la industria petrolera, el sector comercial y ganadero. Se han encargado de horrorizar a la población que aun viviendo en un país libre y supuestamente en democracia, pensaba en que no existía tranquilidad alguna ni siquiera para movilizarse por sus carreteras para trabajar.
Otro de los trabajadores, un hombre alto, grueso y corpulento, de quien se podía pensar por los rasgos de su personalidad era un ser muy tranquilo y pausado para actuar, porque así lo hacía en la cotidianidad laboral, en ese instante no podía controlar su ansiedad, su nerviosismo, su terror. Se notaba pálido, sus ojos parecían que ya no se podían contener, evidentemente sudaba en exceso y lo que más preocupaba al resto de compañeros que le observaban era pensar que huiría en cualquier momento, porque él veía con desesperación hacia todas las direcciones, como evaluando el escenario, con seguridad él pensaba en salir corriendo, sin embargo, llegó su turno de subir al vehículo y toda intención de fugarse se esfumó.
Cuando a la muchacha le llegó el turno de avanzar por esas escaleras, sentía que su corazón se iba a estallar de latir tan vertiginosamente, la taquicardia era incontrolable. Esa vena ubicada en medio de su frente, la vena de sus emociones, que desde niña la exponía cuando se reía a carcajadas o cuando se enfadaba coléricamente, parecía que en ese instante se iba a reventar.
De un momento a otro, en el aire, se escuchó un helicóptero sobrevolar la zona. Era una unidad militar del Ejército Nacional que había sido informada por la comunidad de un sitio conocido como Tembladores, en la zona rural del municipio de Arauquita, departamento de Arauca (nuestra ubicación exacta).
La situación se salía de las manos de los tres hombres, quienes, intimidados, empezaron a disparar en dirección a los trabajadores que estaban dispersos en la carretera. La mujer aterrada, no lograba mover sus piernas. Quedó inmóvil, absorta, como una estatua. Jamás pensó verse en una situación similar. Llegó a pensar que era una pesadilla. Fue entonces cuando Julio, un compañero suyo, la levantó y corrió con ella en sus hombros. Este par de seres se escondieron entre los matorrales, a un costado de la carretera junto a los demás. La joven usó su celular y llamó a su hermana mayor, con quien vivía. Sentía deseos de despedirse. Cuando le contestó, le preguntó completamente molesta sin saber lo que ocurría: “¿A qué horas piensas llegar?”.