Pintándole la cara a la muerte 

La historia de una tanatóloga y un sepulturero que andan todos los días acompañado los muertos. Sus trabajos no son deseados por muchos, pero sin ellos sería difícil quedarse con el último buen recuerdo de sus seres queridos.

Por: Eliana Restrepo García 

La muerte de un familiar es quizá uno de los momentos más difíciles por los que atraviesan las personas. Cuesta trabajo aceptarla y entenderla, porque no aprendimos a fluir con ella,  ni a hacerla parte de nosotros. Si bien cada ser humano es distinto y el período al final de la vida es diferente para cada persona, el cuerpo pasa por las mismas etapas. Antonio Galeano Vásquez, un hombre de 57 años, quien perdió la vida tras luchar contra un cáncer, llegó al final del ciclo de la vida, por lo que sus familiares y amigos debieron darle el último adiós. 

Desde el primer instante en el que el corazón para de latir, las horas mueren de nostalgia con el sonido del silencio; la temperatura corporal cae, como el viento cuando resopla desde los cielos congelados; los músculos e intestinos se relajan, como tarde de siesta en una hamaca; la piel se torna de un tono gris, como la lluvia penetrante en una calle de París. A la media hora de la muerte clínica, la piel toma un aspecto parejo, la sangre se localiza en las extremidades y los ojos se comienzan a hundir.  

Existen trabajos que probablemente casi nadie tenga en cuenta y que hay gente a la que le toca hacerlos, como es el caso de la tanatopraxia. Esta es la labor de Ana María Álvarez, una mujer que es tanatóloga desde hace 7 años, es muy apasionada por su trabajo, el cual consiste en el conjunto de prácticas que se realizan sobre un cadáver para su higienización, conservación, embalsamamiento, restauración, reconstrucción y cuidado estético. 

El cuerpo de Antonio reposa sobre una camilla fría y a las cuatro horas de la muerte, se endurecen los músculos y articulaciones. Un día después, el cuerpo se encuentra a temperatura ambiente, los espermatozoides mueren y comienza la etapa de descomposición, por lo que es preparado para su embalsamamiento. Pero antes de esto, “se hace higiene al cuerpo mediante un baño, se extrae la sangre y se introduce un tubo flexible unido a una manguera para introducir a presión el líquido que va a conservar el cuerpo”, afirma Ana María. 

Sumado a la manipulación y preparación del cuerpo por parte del tanatopractor, también se dedica a embellecer los cadáveres y dejarlos presentables para que los familiares y amigos le den el último adiós. “Es absolutamente necesario tener la documentación en regla como el acta de defunción y adicionalmente, saber de qué murió la persona, para prevenir las posibles infecciones que tenga el cuerpo, porque uno siempre está expuesto a cualquier cosa”, comenta Ana María. En este proceso se utilizan productos como el formol, desinfectantes, germicidas, colorantes y fijadores, con el fin de tratar y mejorar el aspecto del fallecido.  

La cara de Antonio es maquillada, pues debido a este proceso su rostro queda totalmente pálido. Aquí entra el tanatoestético, quien es la persona encargada de maquillar para restaurar, conservar y arreglar lo más natural posible a los cadáveres. Comenta María que “el resultado final no debe ser algo exagerado, a menos que los familiares del difunto así lo sugieran, casi siempre la apariencia debe ser delicada, sutil, cubriendo ojeras, moretones y muestras de las causas de la muerte, para así guardar el mejor de los recuerdos entre sus familiares y sus amigos en su despedida”. 

Luego de que el cuerpo de Antonio pasa por este proceso y es aprobado por sus familiares, es dirigido al salón de velación. Mientras se camina hacia la sala de espera, se siente un escalofrío que te invade por todo el cuerpo, un estremecimiento profundo, un deseo inexplicable de llorar que conduce a pensar, por primera vez en la vida. Durante este periodo, mucha gente tiende a recordar el pasado y reflexionar sobre lo vivido y sus experiencias, sus legados creados y los seres queridos que dejará. 

A los tres días, la acumulación de gases generan ampollas bajo la piel y el cuerpo comienza a hincharse. Llega la velación, donde solo hay una sensación de tremenda soledad y todos se reúnen a rendirle homenaje al señor Antonio, recordandolo como alguien que “siempre estuvo a disposición de sus allegados, un hombre con muchos valores y echao´ pa´ lante, siempre ayudando a los que pudiera”, comenta un familiar en aquella sala. 

Al siguiente día, siendo las 11 de la mañana, Antonio es dirigido al cementerio central de Bogotá, donde trabaja José Arturo Agudelo, un hombre de 57 años. Ejerce su labor como sepulturero desde hace 14 años y gran parte de su trabajo consiste en “reparar lápidas, hacer tareas de mantenimiento, de las instalaciones, y cavar y preparar tumbas antes de que se celebre un entierro y también desenterrar cuerpos”, comenta José. 

 Este no es un trabajo fácil, pero según José “se aprende a vivir con todo lo que uno vive y ve cada día, porque nos enseñaron a vivir la muerte como un hecho traumático, en vez de vivirla como un proceso natural en el que hay que agradecer y honrar a nuestros seres queridos. A lo que uno no se puede acostumbrar es al dolor de las personas”, explica que lo más duro “son los angelitos”, refiriéndose a los bebés, que día a día son enterrados, “pero bueno, uno también se va acostumbrando a eso”. 

Los trabajos alrededor de la muerte no escapan a esa mirada tabú. En particular, el trabajo que desarrollan los sepultureros sigue siendo mirado con prejuicio, aún cuando es un trabajo tan necesario e imprescindible en cualquier sociedad. 

Finalmente el cuerpo de Antonio descansa en una tumba, decorada con flores y frases por parte de su familia y amigos, quienes se quedan hablando y recordando los buenos momentos compartidos, dándole así un último adiós a la vida.