Un Pacífico fruto de la violencia
Al mirar hacia la ventana solo veo la cortina caer tapando el cielo que está afuera, donde hay diversidad, donde hay historia, donde hay caos, así es esto; la lluvia, el sol, el frío, el calor, el juguito de naranja o el ‘tintico’, como algunos lo llaman, es la Bogotá que conozco, un lugar en el que se puede encontrar todo un país, una capital que muchas veces la realidad supera la ficción y es la ciudad que está fuera de mi hábitat natural, mi casa.
Son aproximadamente las 6:30 a. m., suspiro, porque aún sigo sin acostumbrarme a levantarme tan temprano los domingos y mucho menos estar a esta hora en la calle, pero quiero ver, escuchar y sentir la verdad.
Han pasado segundos que parecen minutos, pero se sienten como horas eternas mirando desesperada a ver si llega ese momento de: “¡Necesito conseguir primero la silla!”, que en ocasiones no es tan fatal como parece, pero ahí estoy, mirando como todos, incluida yo, estamos unidos por la misma causa, subirnos a ese verraco Volvo.
Luego de casi tres horas, estoy en ese lugar al que a muchos les da miedo ir, una localidad que ha sido foco de comentarios y tratos despectivos con quienes habitan allí y no me refiero solo a las personas. Conmigo están unos compañeros que quieren darle ese granito de arena a la vida de la Colombia real. Bienvenidos a Ciudad Bolívar o, mejor dicho, Ciudad de la Colombia injusta.
Adentrándome en las calles, mientas subo hasta la cresta de la montaña, se encuentra Santa Marta, una comunidad de Cuidad Bolívar que, por más de 15 años, se ha ido asentando, poco a poco, como un barrio informal, generando casos de necesidad primaria: el agua, la energía, una vivienda digna en la que se pueda habitar sin temor a que se filtre la lluvia por el tejado –que en su mayoría es remendado-, pero ¿Qué más se puede hacer? si no hay tanta plata y tus derechos han sido violentados por un conflicto que no es tuyo y ha marcado por casi 52 años la tierra fértil, las aguas de los ríos y los llantos de los que jamás se escuchan.
Llantos de un país que ha crecido bajo la sangre de casi 262.197 muertos, entre los cuales se encuentran víctimas, civiles y combatientes, casi que trece personas fallecidas o asesinadas por día, según las conclusiones del Observatorio de Memoria y Conflicto, en el 2018, dos años después de la firma del Acuerdo de Paz en La Habana.
No cabe duda que Bogotá recibe con los brazos abiertos a propios y extraños, no obstante surge la incógnita del por qué algunas localidades del costado sur, tales como Kennedy, Bosa y, en este caso, Ciudad Bolívar son las que “reciben”, en su mayoría con un lote y escritura en mano, un aproximado de 120 mil personas que han sido víctimas de desplazamiento forzoso según informa el más reciente boletín (tercer trimestre del 2021), de El Observatorio Distrital de Víctimas del Conflicto Armado; así mismo, sin contar los que habitan en alojamientos temporales, albergues, cambuches, etc. el consolidado de las cifras nos dan un total de 379.869 víctimas.
Tal vez el sur es uno de los lugares más cercanos a los capitalinos donde se podría llegar a entender un poco el panorama de los territorios periféricos de Colombia, donde mujeres, hombres, niños, niñas y jóvenes traen consigo la memoria consecuente del abandono estatal, memoria que se hará recordar y dejará registro el 28 de junio del 2022.
Eduardo Pizarro, analista de la violencia política colombiana, afirma ante el informe final que presentará La Comisión de La Verdad: “El informe final debe permitir a los colombianos mirarnos en el espejo del pasado y, sobre todo a partir de ese espejo del pasado mirarnos hacia el futuro”.
Resignificar la vida
El cielo está despejado, hace sol y el calor se siente en los huesos. En serio es una hermosa vista. Santa Marta está en la lejanía del constante desespero capitalino, por ende, ¡Sí se puede respirar! Cerrar los ojos, dejar que el oxígeno alcance hasta el último bronquiolo y apreciar realmente el aire puro.
Mientras voy cuesta arriba por esos caminos creados por el paso de cada persona, sin rastro de ese larguero gris que divide un andén de otro, donde se puede ver la marca de un río que se secó y dejó su huella en las piedras lisas que, con un paso en falso puede llegar a lacerar considerablemente –apenas para que mamá pueda verificar la efectividad del comercial de Isodine-, ahí estoy.
Trato de seguirle el paso a ella y a su guardián de cuatro patas, la altura pega fuerte y veo que le cuesta subir por ese camino que conduce no solo a su hogar, sino a sus recuerdos de alegrías. Lleva tenis rojos, un vestido de color azul que deslumbra por los patronajes que este trae y, sin olvidar los ventarrones bogotanos, debajo tiene un buzo color fucsia. Una combinación de colores óptima para resaltar el color de su piel, la divinidad, la historia y cultura de la tez negra. Tiene en su cabellera trenzada, un turbante estilo africano que empata con su vestido. Con su mirada noble, voz tenue y aunque sabe cómo me llamo, aun así, me dice “Corazón”.
Ella es Yalile Quiñones, una mujer que sin importar donde vaya, responde a una humildad y carisma inigualable a sus 46 años de vida casi imperceptibles en su rostro, ha sido una líder social en dos de sus hogares, uno de ellos la causa de su fortaleza y añoranza, el otro, fue el resultado que le abrió las puertas con ciertas condiciones y retos, para reconstruir su pasado con el propósito de ser quien es hoy.
Seguimos caminando y paramos por un momento, pensé que era para recobrar fuerzas, no lo fue. Cuando ella extiende su mano señala un lugar que está cercado con tablas, no hay un ladrillo, ni una teja, ¿Qué habrá allá dentro? Me acerco y veo que tiene una cara de felicidad peculiar, ¡Claro! Es uno de sus retoños. Allá está la acelga, al fondo se ve la lechuga, aquí cerca hay cilantro, creo que a la izquierda está la espinaca, en fin, una huerta que refleja la maravilla de saber cultivar. “Allá más arribita está la otra que es ornamental”, dice Yalile al tiempo que retoma el paso para guiarnos al próximo destino.
Faltaba un cuarto para las doce del mediodía; extrañamente, el clima está jugando, a nuestro favor. Ya en la cima de la montaña llegamos al segundo retoño que, a simple vista, se hace notorio el querer profundo por la cercanía a sus raíces, es un espacio al descubierto en el que habitan flores de muchos colores, plantas de diferentes tamaños que han sido vestidas por materas colgantes, baldes y una que otra puesta sobre la mesa del costado izquierdo.
Nos invita seguir a las seis personas que nos encontrábamos allí, incluyéndome, todos compañeros, algunos nos conocíamos, otros no, pero nos sentamos mirando en dirección a ella para conocer quién es esta mujer, es ahí cuando, por primera vez, logramos escuchar cómo se vive el conflicto.
La memoria del Pacífico
En dirección al suroccidente de Colombia pasa el río Tapaje, al norte del territorio nariñense, a 506 kilómetros de Bogotá, Tapaje es un recorrido del agua de las vidas que va pasando por varios parajes hasta encontrar El Charco, un municipio que, según la Comisión de la Verdad, tiene problemas internos como: “Acceso a la tecnología, servicios sanitarios, vías de transporte, ayudas del gobierno, sistema educativo, satisfacción de necesidades básicas y violencia a causa del accionar de grupos armados”.
“El Pacífico, hasta hace un tiempo, cuando vivíamos sin conflicto, siempre fue un paraíso muy lindo, la gente era muy trabajadora, la gente podía vivir sin arrasar la naturaleza. Se sabía vivir con el medio ambiente. En el Pacífico eso es lo más lindo, tenemos ríos cristalinos, tenemos árboles preciosos, manglares, todas esas cosas que nos hacen disfrutar más la vida”, relata Yalile cabizbaja.
Pasaron unos segundos en silencio, solo se escuchaba como pasaba el aire mientras hacía mover el tejado de su casa, la vi algo dispersa; sin embargo, Yalile añade: “Podíamos vivir normal. Era una vida normal, podíamos ir al río tranquilos, la gente podía sembrar y cosechar tranquilamente, se podía vivir en el territorio, sin preocupación”.
- Le pregunto: ¿Cómo era su diario vivir en El Charco?
“Yo era docente, estaba nombrada provisionalmente por el departamento de Nariño, entonces, a la vez que ejercía mis labores como docente, vimos la necesidad de organizarnos con algunas mujeres para sembrar huertas comunitarias, para conservar las semillas propias, alimenticias, medicinales que han sido una tradición en el Pacífico. Entonces por esa necesidad, iniciamos un proceso de liderazgo a la vez que era docente, hasta que hubo el desplazamiento masivo en el territorio”, afirma Yalile mientras señalaba algunas de sus flores y añade que las “A.M.A” era el colectivo de mujeres encargadas de realizar dichas huertas.
- ¿El enfoque de su docencia en qué consistía? – Le replico curiosa por saber su papel de docente.
“Yo orientaba algunas áreas como filosofía y la educación de la catedra de Estudios Afrocolombianos. El énfasis era con los niños y niñas sobre sus derechos para hablarles también de esa apropiación a la cultura, que no olviden esas raíces, esos usos y costumbres”, responde Yalile.
Al observar el espacio en el que estamos, mirando cada detalle de su huerta que, casualmente, se encuentran al lado de su casa, puedo notar que ella tiene sus raíces muy arraigadas, es hermoso en realidad.
- ¿Cuál era la necesidad para decidir crear un colectivo liderado por las mujeres en El Charco?
“Como la fumigación devastaba mucho, pues nosotras éramos las que hacíamos las huertas, nos enfocábamos en la conservación de las semillas propias de la región, y desde esas actividades lográbamos conservar muchas plantas que, con la fumigación se secaban, esa era nuestra labor social”, comenta Yalile.
Es irónico que no solo los grupos al margen de la ley sean quienes atenten contra la vida de una población, sin olvidar también las otras víctimas que, por donde vayamos siempre nos están rodeando, y sí, ambas claman a gritos por ayuda, lloran los tallos buscando agua, gritan de dolor por no tener una EPS que les asegura los tratamientos respectivos y que la tierra misma es testigo del daño que ese enemigo hace.
El glifosato es el precio que pagan los que desean hablar o han sido obligados a callar, pero a aquellos que están detrás de un escritorio –en ocasiones durmiendo o tirando madrazos al opositor-, prefieren hacerse los de los oídos sordos y los ojos miopes, lo que conlleva a tomar decisiones como el Decreto 380 del 12 de abril de 2021 del Ministerio de Justicia en el que: “Se regula el control de los riesgos para la salud y el medio ambiente en el marco de la erradicación de cultivos ilícitos mediante el método de aspersión aérea”. Menciona el decreto del Ministerio de Justicia y del Derecho.
“El rociamiento con glifosato hizo que se viera afectada la comunidad porque nosotros no somos de ese tipo de cultivos de grandes extensiones, en el Pacífico cada familia siembra lo necesario para el consumo y también para vender algo, entonces cuando llegan otras clases de cultivos, la primera causa fueron las fumigaciones indiscriminadas. Entonces por el aire se afectaba la comida, al agua y el aire, toda esa realidad cambió, o sea cuando llegan otras costumbres a nuestro territorio, todo cambia. Cambió de una manera abrupta, porque la persona adapta otras costumbres, y eso dentro de la misma comunidad ya no hay confianza, se pierden muchos lazos de hermandad”, relata Yalile Quiñones.
- ¿Cuál fue la causa para decidir salir de su territorio?
“El desplazamiento masivo ocurrió en el 2007, pero antes hubo más desplazamientos. La causa de ese desplazamiento fue por enfrentamientos por el territorio. En ese momento siente la comunidad que no tiene cómo defenderse, pues como está en el medio del enfrentamiento, la única opción es desplazarse. Había conflictos entre los diferentes actores dentro del territorio, y esa situación de cruces de disparos hace que la comunidad no pueda resistir”, afirma Yalile.
- ¿Qué sucedía en ese momento en el que había cruces de disparos?
“La comunidad cuando se desplazó fue porque ya en algunos techos caían proyectiles, entonces ya no tenían de dónde protegerse, fue cuando todos decidimos desplazarnos. Fue un desplazamiento muy grande”, enfatiza Yalile lo dicho al final.
- ¿Cuándo usted salió de su territorio iba acompañada por alguien?
“Yo me fui con mi mamá, mi mamá no pudo retornar, está en otra ciudad y así muchos de mis hermanos que se encuentran en diferentes lugares donde pudieron estar, pero toda mi familia salió. A veces nos comunicamos”, habla Yalile un poco cortante.
En Colombia casi 6,5 millones de personas han sido víctimas del conflicto armado, así lo menciona el Informe Nacional del desplazamiento forzado del Centro Nacional de Memoria Histórica, así que podría decirse que Bogotá sería un punto de referencia para entender la magnitud de la problemática. El más reciente censo del DANE, realizado en el 2018, demuestra que Bogotá tiene 7,2 millones de habitantes, por ende, esos 6,5 millones de personas desplazadas representan un 77,7% de la población bogotana.
“A mí me ofrecieron un lotecito porque ya llevaba varios años pagando una pieza y, por la necesidad de tener un lugar propio dónde vivir, yo acepté la oferta de un lotecito. Me dijeron que me lo entregaban con papeles y, entonces, yo acepté; además, me dieron facilidad de pago para pagarlo así en cuotas como yo podía, y fue esa la situación de haber llegado a Bogotá, víctima del conflicto armado de varios hechos victimizantes que, al mismo tiempo, he sido desplazada en diferentes ocasiones”, cuenta Yalile sobre su llegada a la comunidad de Santa Marta en la localidad de Ciudad Bolívar.
- ¿A qué hace referencia cuando menciona que ha sido desplazada en diferentes ocasiones?
“Esos desplazamientos, las personas que hemos sido desplazadas, tenemos como un desplazamiento de territorio, ¿cierto? y resulta que muchas veces hay desplazamientos intraurbanos. En las ciudades te desplazan y te vuelven a desplazar, porque es como si fuera un hecho repetitivo”, expresó Yalile.
Esto deja mucho qué pensar porque a veces las cifras no son exactas, y no lo digo porque no le crea, sino porque las personas al fin al cabo no son números, son personas de carne y hueso que sienten como todos, pero lastimosamente en la Colombia ‘con P mayúscula’, una vida es, con suerte si la llegan a preguntar, un número más.
- ¿Cómo fue el recibimiento por parte de la comunidad de Santa Marta?
“A veces uno no sabe si lo reciban bien o no (se ríe), uno no sabe. De todas maneras, uno al mirar tantas necesidades es imposible quedarse de brazos cruzados, es un poco, como visibilizar el: ‘Mire, aquí hay víctimas’, ‘Aquí hay una población que necesita apoyo, que necesita atención, que necesita ayuda’ ¿Sí? Eso ha sido, pero de alguna forma cuando uno ya va entendiendo que este es un barrio diferente, que hay que hacer lo que diga el líder, sin uno saber quién es, pues tampoco ¿Sí? Pues de todas maneras uno respeta esa forma de liderar, pero preocupa también esa situación”, menciona Yalile.
- ¿Las diferentes entidades del Estado para garantizar los derechos de las víctimas del conflicto armado, han podido contactar con usted?
“Sí, nosotros aquí encontramos una fundación que nos hizo como un mapeo para el tema del PDET. El PDET es el plan… (se ríe) se me ha olvidado, es el Programa de Desarrollo con Enfoque Territorial, entonces nos vinieron a orientar sobre el PDET y de los territorios que eran PDET y nos dieron talleres de cartografía. Algunas cosas se trabajaron allá en el salón comunal y eso fue lo que pasó después que se firmó el Acuerdo de Paz en La Habana. Yo ya estaba aquí”, contesta Yalile Quiñones.
No obstante, hay que recordar lo que pasó el 2 de octubre del 2016 y los resultados de la Registraduría Nacional de Colombia, lo cual fue probablemente un acto de participación ciudadana atroz, ¿De verdad era necesario un Plebiscito sobre los Acuerdos de Paz? Cuando para nadie es un secreto que en las periferias colombianas son las que más se han visto afectadas a lo largo de los años y donde ganaba el SÍ, el sí a la paz. Con la esperanza de tener justicia y el reconocimiento de los que realmente han sido afectados, ganó en NO, con una diferencia del 0.43%
“Yo me presenté ante La Comisión de La Verdad y lo que se hizo fue un trabajo con algunos lideres, ese fue el marco de todo un proceso que se llevó a cabo, y pues más que todo eran testimonios de nuestras experiencias, de nuestros liderazgos en nuestras comunidades de origen, también como fue la ruta para llegar de los territorios hasta la ciudad, eso más o menos eran en lo que estaban enfocados y como era nuestra vida pues antes del conflicto”, menciona Yalile.
- Usted como líder social, ¿Pertenece o ha pertenecido a algún colectivo, organización o fundación en Bogotá?
“En Bogotá estuve en la mesa de víctimas, también estuve trabajando con algunas asociaciones. Yo era encargada de hacer la incidencia de la situación, del cómo nos ha afectado el desplazamiento en ciudades como Bogotá o las grandes capitales, con costumbres diferentes”, afirma Yalile.
- ¿Cómo ha sido la incidencia de este tipo de problemáticas sociales en la comunidad de Santa Marta y la intervención de entidades estatales?
“Pues tengo varios vínculos con algunas organizaciones, pero también es, básicamente, tratar que algunos programas que hay, lleguen hasta el sector. Lastimosamente, en muchas ocasiones en estos sectores hay liderazgos autoritarios, donde es mejor no opinar”, explica.
Yalile agrega: “La idea es que, si en estos territorios hay víctimas, pues las entidades competentes tienen que atender a las víctimas, o sea que cumplan con su misión para las que fueron creadas, pero hasta que yo llegué, a pesar de todo el trabajo que se ha hecho en la comunidad, como que no se tocaba el tema de las victimas por acá”.
Es así como han tenido que adelantar procesos, como ella lo dice generar una “incidencia y hacerles saber a las entidades que acá hay unas victimas que necesitan atención. Ese ha sido como mi rol, siendo intermediaria. Hicimos mucha fuerza para que viniera hasta acá La Unidad de Víctimas, y cuando miraron la necesidad, en ese tiempo estaba muy complicado el tema del agua, niños cargando agua, adultos mayores cargando agua, pues eso de alguna manera uno se siente revictimizado y no puede uno quedarse quieto ante esa situación porque uno ha vivido el conflicto”, explica Yalile.
- ¿Cómo cree que la gente ve el conflicto y las consecuencias que este deja?
“Yo creo que el país desconoce muchísimo la realidad del conflicto, pienso que muchas personas vinieron a entender este conflicto interno cuando miraron, de pronto, otros ciudadanos de otros países, tanta migración por conflictos, puede ser que eso ayude a que también la sociedad colombiana se sensibilice con el tema del desplazamiento, porque considero que antes no era igual, porque se nos veía como los desplazados, como los pobrecitos, como los quién sabe qué, tantos estigmas de entonces… eso es lo que nos toca vivir a las personas desplazadas, todo ese tipo de cosas que se ven a diario”.
Yalile Quiñones en cada palabra me enseñaba algo de su cultura y de su vida, en medio de su risa cerró la conversación diciendo “me siento bien”, ¿Por qué estarlo después de tanto? porque ha aprendido a sobrevivir y como ella lo refiere, este es un mundo de sobrevivientes.
Esta mujer ha logrado construir un pedacito de su Pacífico en el frío caos de Bogotá, allá donde pocos van por su seguridad, pero donde otros han construido su vida luego del desplazamiento. Ponerse en los zapatos del otro daría como resultado la conciencia de un pasado que ha sido silenciado con humo, sí, también me refiero a las cortinas. Es que a ninguno de nosotros nos gustaría que nos sacaran de nuestro hábitat, pero es algo que no contemplamos como una posibilidad.
Ahora que todos conocemos esa parte de la historia colombiana, influyente en nuestra cultura y nuestros comportamientos, ¿Cuál es nuestro papel? Por eso la reflexión de Yalile es vital.
Tenemos que indagar, investigar y conocer el conflicto de Colombia, porque es una realidad que desconocemos, más allá de una que otra nota en noticieros o una publicación en redes sociales, no sabemos cómo se vive en una región donde el dinero pasa a ser un segundo plano y se es feliz con lo que realmente se necesita, en donde se vive en paz y armonía con el medio ambiente.
Además, debemos reconocer las diferentes comunidades que componen la diversidad étnica de nuestro país: indígenas, afro, mestizos, migrantes y nacionales, entre otros, esa es nuestra realidad, lo que somos, lo que está más allá de las oficinas y los escenarios de gobierno.
No olvidemos que muchas personas quieren vivir en su hogar natal, pero actores como el conflicto armado y el Estado, hacen ver la vida como un privilegio, por lo que permanecer y vivir de verdad en los territorios se vuelve imposible. El derecho a la vida fue violentado y hablar es un NO a la repetición.