Cayó muerto a dos metros
A la viuda le tocó pujar para arrastrar a su marido hasta el camino real, para que alguien se lo ayudara a levantar para llevarlo a velar.
Por: Paola Andrea Cobos Guayacán
“Él era muy joven para morir, sola y con sus diez hijos me quedé”, esta fue la frase que gritó la señora Gabriela cuando vio a su esposo Guayacán tirado en el suelo, muerto, sin ningún aire de vida. Así lo encontraron ella y su caballo Coronel, que fue a avisar a su casa que algo malo le había sucedido a su amo. Es que doña Gabriela parecía más muerta que él, estaba tan perpleja al ver la palidez del rostro y la rigidez de sus carnes; fue difícil para ella encontrar tirado al ser que más amaba, muerto de un día para otro y sin explicaciones.
Guayacán era un hombre sano y lleno de vida. La señora Gabriela se ocupaba de su comida, la mazamorra, las habas y los cubios del cocido que era parte de su dieta. A él le encantaba el mute, el maíz y la arepa, recuerda su esposa, pero nada de esto fue suficiente para que viviera unos añitos más junto a ella y sus hijos; “es que se fue muy joven”, añade con tristeza. “Muerto ya está”, agregó, pero en su cabeza no paraban de retumbar los interrogantes que le machacaban el alma y la llenaban de angustia. De qué se murió, quién lo mató o cómo se murió, eran ahora las preocupaciones que la martirizaban.
Era un polvoriento día, con el calor del verano las carreteras secas se desprendían con el pasar de las carretas y de las bestias. A la viuda le tocó pujar para arrastrar a su marido hasta el camino real, para que alguien se lo ayudara a levantar para llevarlo a velar. El señor Gutiérrez, un gran vecino de la familia, pasaba y al verla se tiró a su lado para ayudarla, la vio como encartada con el cuerpo de su amigo, pensaba que estaba borracho o enfermo, pero nunca se lo imagino muerto. Cuando lo tomó en sus brazos y lo miró, gritó como para resucitarlo, fue un alarido de pánico y miedo que hizo eco. ¿Qué fue lo que pasó? preguntaba incesantemente a Doña Gabriela, y ella casi muda, solo le respondía: “no sé, lo encontré tirado en el piso sin atisbo de vida. Coronel me aviso”. Ella no decía nada más. No era fácil entender que se había quedado sola, con diez bocas que alimentar y una más en su barriga.
Para todos era inexplicable su partida, los vecinos, los amigos y los hermanos, entonces comenzaron a descartar las posibilidades de su muerte cuando aún no se había enterrado el cuerpo; todos lo querían y sabían que no podían desperdiciar tiempo. ¿Se cayó, lo tumbaron o lo envenenaron? Nadie sabía la verdad, no había claridad, lo único cierto era que el “Indio” Guayacán, como muchos le decían ya no era de este lugar.
Para nadie era un secreto que el difunto era un hombre importante en el pueblo, de esos hombres famosos de la región, un terrateniente dueño de casi cien hectáreas entre montañas y laderas. Tenía la responsabilidad de llevar, con sus cincuenta mulas por los caminos de herradura, el oro y el dinero del Banco de la República de Colombia a los bancos de los Llanos orientales del país. Era envidiado y tenía muchos enemigos por su posición y prestigio. Es que era tan famoso que el escritor José Eustasio Rivera, autor de la novela La Vorágine, le pidió permiso para nombrar sus tierras en la historia de amor que se desarrolla en los llanos de Colombia.
La tarde en qué cayó Pedro Guayacán iba solo, sin sus mulas, sin su carga, solo con su ruana doble faz roja y azul para no desentonar con el ambiente político de la época. No le gustaba la política, no le gustan ni los godos, ni los liberales, le gustaba la plata. Doña Gabriela cuenta que el salió de sus aposentos como siempre, organizado, bien perfumado y con la camisa almidonada como a él le gustaba; y le dijo como cantando: – mija, voy para el pueblo a recoger un encargo, no demoró. -, esas fueron las últimas palabras que ella le escuchó. Nadie podía sospechar que ese era su último día. Lo que en un comienzo eran solo las dudas de la viuda, ahora eran las de todo un pueblo. ¿Cuál sería el encargo? ¿Quién se lo iba a entregar? Pero si ni siquiera llegó al pueblo a recoger el tan famoso paquete; entonces qué sucedió.
Pasaron dos días y no encontraron respuestas claras. La familia y el pueblo entero fueron a enterrar al tan querido “Indio”, como le decían de cariño, no lo podían dejar más tiempo en la morgue. Los médicos del hospital en su autopsia determinaron que se le había parado el corazón a causa de un infarto fulminante del miocardio y que había dejado de latir, además sus pulmones se pararon y dejaron de respirar. Con esa respuesta simple y vacía, la señora Gabriela enterró a su marido, llena de dolor, pensando en sus hijos y preguntándose porqué la había dejado sola. Es que ella no sabía qué iba a hacer, ella no sabía trabajar, solo sabía consentir y criar.
Pasado el velorio y la misa del adiós, se fue para su casa con sus críos, era una finca grande donde vivía toda la familia. Sola, con su batallón de niños, el más grande con quince años y el más pequeño en su panza llegó a descansar, pero para su sorpresa encontró en el altar de la finca a los perros. Los guardianes que los cuidaban de noche, estaban muertos, tumbados en el suelo, algunos todavía agonizando, sin respirar, fríos así como ella vio a su Guayacán.
Sus cuatro pastores habían caído igual que su marido, los niños comenzaron a llorar, y ella a gritar a mil voces a su criada, “Dioselina, Dioselina, qué le pasó a los perros, qué es esta tragedia del diablo”, gritaba entre llantos que la ahogaban. Corriendo su empleada salió de la cocina ahumada por el hollín del carbón y espantada miraba a los animales. “No sé, no sé Doña Gabriela, yo solo les di la mazamorra de comida, ellos se la comieron y se acostaron”, Dioselina estaba muerta del susto, eso parecía obra de las brujas. Ahora sí que había más preguntas que se tenían que resolver.
La nueva jefe de casa, la Señora de Guayacán corrió a ver el agua de la habitación de su marido, la que tomaba en las mañanas y por la noche antes de dormir, y sin dudarlo Gabriela, con sus ojos claros coléricos, antioqueña y descendencia alemana con carácter recio, tomó el agua y se la dio a sus canarios, los que la despertaba en las madrugadas; ya tantas muertes en la casa, unas más o una menos qué más daba, pensó ella. Estática como una momia se quedó mirando la reacción de sus pajaritos mientras los niños consentían a sus mascotas; por más de diez minutos los vio fijamente, no parpadea, necesitaba saber, no se alejó de ellos. Y vio cómo uno y después el otro, los dos cayeron, de repente dejaron de respirar, sus alas cayeron y se cerraron sus ojos.
En casi tres días de llanto y tristeza, por fin la señora tenía un segundo de alegría, una alegría amarga, Don Pedro Guayacán, los perros y sus pájaros habían sido envenenados por el agua, si la misma agua que llegaba a la casa por unas mangueras negras de un tanque de reserva como a doscientos metros de la casa. “Menos mal que fueron los perros los que probaron la mazamorra y se sacrificaron por todos nosotros” decían Gabriela y sus hijos a sus vecinos, que aún no salían del asombro por tan loca y diabólica tragedia. Las preguntas ahora eran: ¿Quién envenenó el agua?, ¿Cómo era posible que quisieran matar a toda la familia Guayacán envenenando el agua?
Nunca se descubrió quién envenenó el agua de la laguna, hubo uno que otro sospechoso, pero sin pruebas era difícil acusar y condenar. Lo único claro era que los querían matar. Y como toda tragedia siempre trae alguna recompensa, y después de la noche siempre sale el sol, la señora Gabriela despidió a toda la servidumbre, la finca y su amada casa quedó abandonada por casi 10 años, el Banco de la República de Colombia como respaldo a la viuda donó una casa en la ciudad de Bogotá, dio educación a todos sus hijos huérfanos de padre. Ella se volvió una mujer de la ciudad pero con el corazón del campo, arrendó todas las propiedades del pueblo, de las que su marido era dueño y con este dinero vivió sus últimos veinte años.
Desde ese día se sintió sola, ya no estaba su “Indio”, su Guayacán, su gran amor, el que había conocido en las tierras de Antioquia, ya no sabía quién llevaba el dinero del banco, ya no bañaba las mulas, las consentidas de Don Pedro, la nostalgia por sus recuerdos la poseían todos los días porque su corazón se había ido con su marido. Así era cómo caían los hombres en esa época; a dos metros de la gloria, a dos metros del piso, a dos metros de su destino. Se les caía la vida, jóvenes y llenos de sueños se morían. El señor Guayacán cayó envenenado y murió.
Serie: #CrónicaDeLosAbuelos