Escobitas, las limpiadoras de basuras
Los espacios públicos de la ciudad capital de Colombia logran verse aseados y con buen aspecto gracias a las escobitas, que trabajan para darle a muchos lugares disfrute o incluso permitirles caminar por las aceras sin tener que esquivar obstáculos malolientes. Esta es la historia de un rostro que recorre Bogotá junto a su escoba.
Por: Maria Fernanda Carrillo
En los barrios de la ciudad de Bogotá a las 6 a. m., mientras se sacan los perros a pasear, las personas salen a esperar los buses de SITP, van a trotar o a llevar a los hijos al jardín, más de 3.000 escobitas comienzan su jornada laboral en medio del frío y a veces la llovizna. Entre ellas, está María Jimena Quintero, una mujer de 26 años que llegó a Bogotá hace poco desde Muzo- Boyacá.
Dos meses atrás, el trabajo de escobita se convirtió para María en una oportunidad grande, pues dice que “la verdad, no había conseguido trabajo, es muy difícil. Sufrí mucho porque cuando llegué a Bogotá preciso me enfermo y duré 10 meses sin poder caminar bien, ni los doctores dieron con el chiste. Tuve quistes en un ovario e infecciones urinarias”.
Su día comienza a las 2:30 de la mañana ya que vive en Ciudad Bolívar, muy lejos de su lugar de trabajo. Ella tiene dos pequeños de 4 y 6 años en su hogar, debe dejarlos arreglados para que puedan irse a estudiar. “Me toca venirme faltando un cuarto pa´ las cuatro, a esa hora ya estoy esperando el alimentador para llegar a las 6 a. m. Estoy despierta desde las 2:30 a.m y llego a mi casa a las 4:30 p. m. así acabe a la 1 p. m. en punto el trabajo”
A pesar de levantarse cuando la ciudad aún duerme, nunca falta su gran sonrisa al barrer las calles del barrio Toberín, ubicado en Usaquén al norte de la ciudad. Aunque su escoba de 1.70 es más alta que ella, con mucha firmeza la toma apurada para alcanzar a limpiar “5 cuadras, la principal y los parques que en este sector son bien grandes”. Cada cuadra tiene entre 5 a 7 canecas, con su pala recoge vidrios del suelo, plásticos y otros desechos. Además debe desmoñar, que es quitar el pasto de los andenes que crece entre las grietas de la grada gris.
Alrededor de las 8 de la mañana el sudor recorre lentamente cada parte del cuerpo de la joven. La ciudad ya no le parece fría pues la sofoca su tapabocas industrial y su traje protector de color verde que la protege de los líquidos livianos malolientes a los que ella le llama “caldos”, aun así, preferiría tener una camiseta holgada y pantaloneta.
Al madrugar tanto, a las 8 a. m. el hambre comienza a interrumpir su concentración: “como uno empieza desde muy temprano, la verdad me pego una voladita a la cafetería y me tomo un café, porque empezar a trabajar hasta las 10 a 10:30 que le dan a uno el receso, es muy fuerte, a mí me da mucho mareo trabajar bajo el sol o la lluvia”.
Después de recuperar fuerzas logra avanzar con más rapidez por las calles. Limpia con pala el suelo pues “cuando uno barre sale arenilla, esa toca recogerla agachada, uno no se debe encorvar mucho, pero a veces toca”. A su vez, se agacha en uno de los cuatro parques que debe limpiar para desmoñar cuando siente en su guante algo similar al lodo. Sin embargo, cuando voltea a ver no es lo que pensaba, es excremento de perro.
La Ley 746 de 2002 determina que es prohibido dejar deposiciones de mascotas en las calles o parques, pero falta mucha pedagogía en las comunidades y es uno de los retos a los que se enfrentan las escobitas como María. “La gente no bota en la caneca las bolsas con las que le recogen a sus perros, a veces me unto los guantes y cojo en el pasto y me limpio, el pasto limpia y quita el olor”, dice esta escobita.
Superando uno a uno los obstáculos llegan las 10:00 a. m., es tiempo del receso que también es un desafío. Irónicamente hasta su momento de descanso es incómodo. Quiere entrar al baño para hacer sus necesidades básicas, sin embargo, dice que “hay lugares donde prestan los baños, pero cobran y uno a veces no tiene dinero. Ahí hay que aguantarse e ir buscando a ver dónde. Uno no puede parar el trabajo. Nunca he preguntado en los CAI si me pueden prestar el baño, me siento muy incómoda porque es sólo hombres”.
Y es especialmente molesto cuando está en su ciclo menstrual ya que “además de los cólicos me toca dejarme las toallas mucho tiempo”, afirma María. En Bogotá sólo hay 350 baños públicos administrados por el Distrito y 32.000 de oferta privada, pero María sólo tiene media hora para comer e ir al baño, así que tiene que aguantar largos periodos de tiempo diversas necesidades, como sus demás compañeras que han tenido infecciones urinarias por este motivo.
Al terminar su lapso de reposo tiene que llegar a su calle más atemorizante. Trata de poner el mejor rostro para adentrarse en la cuadra donde se asientan los recicladores de basuras. Después de tres meses de trabajo se dio cuenta que es complejo trabajar con ellos pues “algunos recicladores si le dan a uno miedo porque lo miran raro. Uno recoge y dicen ´ay eso tengo que llevármelo´. Yo no peleo, no me gusta, se los devuelvo y sigo con lo mío. Hay compañeros que me dicen que no debía meterme en unos sitios donde hay recicladores porque es muy peligroso”.
Muchos de estos trabajadores irrespetan la labor que las escobitas hacen, María cuenta que “hay gente muy grosera. Cuando me tocó en San Cristóbal Norte me tocó pasar por una olla. Al principio un muchacho no me quería dejar trabajar, me dijo ‘ay es que ustedes no tienen que estar por acá’. Yo le dije que sólo venía a trabajar y nada más, no le hice caso y seguí trabajando”. También hay otros recicladores que son amables y permiten trabajar, ella recuerda entre risas que algunos le han ofrecido cerveza cuando pasa, los rechaza con amabilidad y continúa barriendo alrededor.
Se va acercando la una de la tarde y ella acelera aún más el ritmo de trabajo para dejar todo ordenado. Es muy perfeccionista así que está satisfecha con su labor. Hasta que su jefe le escribe que se devuelva a lugares por los que ya había pasado porque está muy sucio.
Siente que su rostro se va poniendo más rojo de lo que es, esto debido a su esfuerzo físico. Le da mal genio que le pidan volver a limpiar por donde agotó su sudor. Han ido creando una estrategia para que ocurra con menos frecuencia. María explica que “uno le dice al jefe que ya pasamos por ese lugar, vamos tomando fotos. Y mi celular no me sirve bien porque tiene la cámara de atrás dañada, no me sirve para tomar fotos, así que al jefe le toca ver las bolsas para saber si ya pasé por ahí”.
Lamenta que esto suceda debido a que intenta hacer su mejor trabajo, dice que “ojalá de verdad la gente tuviera más conciencia. Precisamente ya no se arregla un parque por eso, porque nos ponen problemas de que no hacemos, pero la gente es la que no ayuda. Y su mayor deseo es que la ciudadanía tenga más responsabilidad en el espacio público pues “la verdad no tienen mucha conciencia, tienen las canecas cerca y lo prefieren botar en el piso y eso que están las bolsas y todo. Y a veces dañan las bolsas, se la quitan y eso nos dificulta el trabajo, hay canecas de canecas.”.
Por fin termina su jornada, el reloj marca la una de la tarde y va directamente a su hogar. Termina agotada, a veces con llagas en las manos y con ardor de pies de tanto caminar. Ella podría ir a comer un refrigerio o almorzar con sus compañeros para descansar sus temblorosos pies, pero tiene una preocupación latente, sus hijos.
Cuenta que es “cabeza de hogar, cuando no estaba mi mamá en Bogotá había una señora que me estaba cuidando a los niños, pero sufrió un desgaste de salud y me dijo que no podía seguir cuidándome a los niños. Ya después me tocaba dejarlos solos hasta que yo llegara”.
Así que atraviesa media Bogotá en transmilenio y casi 8 localidades para encontrarse con los dos motores de su vida. Les ayuda a hacer tareas con paciencia y se esfuerza por seguir sonriendoles con intensidad, aunque ha estado “maluca de salud por el trabajo, he sentido mucho malestar porque me han dolido los pies, las manos, todo el cuerpo la verdad”. A la mayoría de estas trabajadoras las motivan sus hijos, pues más de la mitad de las escobitas son mujeres y la mayoría cabeza de familia.
María no tiene planeado dejar de ser escobita. Es un orgullo para ella porque es trabajo honesto, de su sudor y su esfuerzo y quiere comprarse una casita en Bogotá para poder tener un techo donde esconder la cabeza sin tener que pagar arriendo. La ciudad seguirá viendo a María recorrer sus calles con la felicidad, energía y una escoba que siempre la acompañan.